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Leopoldo Alas Clarín |
De Pas no se pintaba. Más bien parecía enlucido. En efecto, su semblante blanca tenía los reflejos del estuco. En las mejillas, un tanto avanzadas, bastante para dar energía y expresión característica al rostro, sin afearlo, había un ligero encarnado que a veces tiraba al color del corbatín y de las medias. No era pintura, ni el color de la salud, ni divulgador del alcohol; era el rojo que brota en las mejillas al calor de palabras de amor o de vergüenza que se pronuncian cerca de ellas, palabras que parecen imanes que atraen el hierro de la sangre. Esta especie de embotellamiento también la causa el orgasmo de pensamientos del mismo estilo.
En los ojos del Magistral, verdes, con pintas que parecían polvo de tabaco lo más notable era la suavidad de alga; pero en ocasiones, de en medio de aquella espesez pegajosa salía un resplandor punzante, que era una sorpresa desagradable, como una aguja en una almohada de plumas. Aquella mirada la resistían pocos; a unos les daba miedo, a otros asco; pero cuando algún audaz la sufría, el Magistral la humillaba cubriéndola con el telón carnoso de unos párpados anchos, gruesos, insignificantes, como es siempre la carne informe.
La nariz larga, recta, sin corrección ni dignidad, también era sobrada de carne hacia el extremo y se inclinaba como árbol bajo el peso de excesivo fruto. Aquella nariz era la obra muerta en aquel rostro todo expresión, aunque escrito en griego, porque no era fácil leer y traducir lo que el Magistral sentía y pensaba.
Los labios largos y delgados, finos, pálidos, parecían obligados a vivir comprimidos
por la barba que tendía a subir, amenazando para la vejez, aún lejana, entablar relaciones
con la punta de la nariz derrotista. Por entonces no daba al rostro este defecto apariencias
de vejez, sino expresión de prudencia de la que toca en cobarde hipocresía y anuncia frío y
calculador egoísmo. Podía asegurarse que aquellos labios guardaban como un tesoro la
mejor palabra, la que jamás se pronuncia. La barba puntiaguda y alborotadora semejaba el
candado de aquel tesoro.
La cabeza pequeña y bien formada, de espeso cabello negro muy
recortado, descansaba sobre un robusto cuello, blanco, de poderosos músculos, un cuello de
atleta, proporcionado al tronco y extremidades del fornido doctoral, que hubiera sido en su
aldea el mejor jugador de bolos, el mozo de más partido; y a lucir entallada levita, el más apuesto desocupado de Vetusta.
DESCRIPCIÓN DE DON FERMÍN
La cabeza era pequeña y con un espeso cabello negro y muy recortado, por la parte inferior, su cuello era robusto, blanco y muy musculado al igual que el resto del cuerpo.
DESCRIPCIÓN
Resalta de ella su pequeña nariz redonda que contrasta con sus labios finos y definidos como si en ellos llevase siempre el color rojo del carmín.